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El país de nadie

Los habitantes de aquel pequeño país estaban convencidos de que las cosas valían lo que pesaban.  ¡Y no era para menos!

Habían dedicado su vida a construir edificios altos, cada vez más altos y autopistas largas, cada vez más largas y monumentos anchos, cada vez más anchos y hasta estadios de fútbol  ¡Con lo que pesan!

Cosechaban muchos granos y plantaban muchas semillas y obtenían bosques cada vez más llenos de árboles ¡Con lo que pesan!

Criaban vacas, caballos, cerdos, mariposas, conejos, perros, gatos, mulitas ovejas y hasta elefantes  ¡Con lo que pesan!

Fabricaban automóviles y aviones y camiones y barcos y remolcadores y grúas ¡Con lo que pesan!

Hasta ellos mismos, que ya eran millones, pesaban como no se qué.

Y hubieran seguido siendo verdaderamente pesados si no hubiera aparecido Nadie.

¿Quién lo hubiera dicho?  Con esa cara de mosquita muerta…

Al principio, cuando se lo empezaron a cruzar por la calle cada dos por tres, lo saludaron de manera condescendiente _ ¡Buenas tardes, don Nadie! -le decían. 

Después, cuando lo vieron más seguido, siempre ataviado con su humilde vestimenta, lo señalaron y murmuraron: Ahí va don Nadie. 

Y hasta los más soberbios, ésos que nunca saludan a nadie, se detuvieron a mirarlo por encima del hombro y cuchichearon entre sí, acerca del aspecto de don nadie que tenía ese don Nadie.

Así fue como poquito a poco se fueron acostumbrando a su presencia y ya no les pareció tan curioso que un don Nadie se anduviera paseando muy orondo por las mismas plazas y veredas que los demás. 

Hasta que un día, sin que ninguno supiera cómo, Nadie empezó a ocupar la primera plana de todos los diarios y de todos los noticieros de televisión.

¿Quién se llevó nuestros granos de la noche a la mañana? -se preguntaban  desesperados algunos vecinos al ver sus campos pelados y sus bosques talados  -Nadie había sido.

¿Quién hizo desaparecer nuestra flota de aviones y de barcos y de grúas y de…?- Nadie fue.

¿Quién dejó escapar a nuestros animales de los corrales? -Nadie lo hizo.

Y así siguieron desconcertados encontrando siempre la misma respuesta para todos los desastres que se sucedían sin parar.

¿Cómo había hecho ese don Nadie para apoderarse de todo?

¿Es que estaban tan ocupados que no se dieron cuenta que Nadie estaba en todas partes?

Y todas preguntas así se hacían los especialistas en desconocidos y desastrosos desastres, de reunión en reunión.

Cuando desaparecieron los últimos ladrillos de las últimas autopistas largas, cada vez más largas, los vecinos ni siquiera se preguntaron quién fue.  Ya lo sabían.  Pero de pura costumbre, compraron el diario para confirmarlo.  En todas las primeras planas de todos los diarios decía exactamente lo mismo: Nadie se llevó los últimos ladrillos que quedaban.

¡Hasta la ropa que tenían puesta les sacó a todos!

Bueno…a todos, lo que se dice a todos, no.  Porque de los millones y millones que eran, sólo sobrevivieron algunos pocos a la incontrolable ola de patatús y patatraques.

Fueron ésos los que encontraron un bollito de papel y se animaron a construir un barquito con el que se internaron en el mar para irse muy lejos. 

Era  un atardecer entre azulado y violeta que justamente Nadie observaba.

A partir de entonces, aquel pequeño país, más conocido como tierra de Nadie, se hizo famoso en el mundo entero.

El país de Nadie pesaba menos que el humo, menos que el aire, menos que el sueño. 

Pero esta es otra historia que cuando termine de hacerse… les contaré.

Silvia Álvarez, cuento inédito perteneciente al libro “Cuentos con alas”. Todos los derechos reservados.

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